Los comienzos de mi pandemia

Periodismo científico. Tarea 4.1.- Análisis sobre la cobertura informativa de la COVID-19

Os voy a contar una historia. Una historia que comenzó hace un año, cuando viajé a Tokyo por motivos laborales. Había estado con anterioridad en Japón; recuerdo lo mucho que me sorprendió todo la primera vez que fui. No es para menos, se trata de una sociedad muy diferente a la nuestra. Pero esta vez había diferencias con la diferencia. Los primeros ciudadanos en suelo nipón comenzaban a contagiarse con una enfermedad aún desconocida y lejana en España: la COVID-19.

Bastaron unos pocos casos positivos para que Tokyo y su área metropolitana, con unos 13 millones de habitantes, se pusieran en alarma. Todo el mundo se aprovisionó con mascarillas. La gente solo hacía los desplazamientos estrictamente necesarios. Yo estaba trabajando en un laboratorio situado en un segundo piso bajo tierra en Wako, una ciudad del área metropolitana de Tokyo. Era la única mujer, y junto a otros tres o cuatro investigadores de Australia, América y Europa, éramos los únicos que trabajábamos sin mascarilla en el edificio.

Tuve la mala suerte de resfriarme en el vuelo de ida. Aún recuerdo cómo me entraba la risa cada vez que estornudaba en el laboratorio y mis colegas asiáticos entraban en pánico. Los occidentales nos reíamos. “¡Qué exagerados!”, comentábamos. “¡Si solo hay cuatro personas  contagiadas!”. “Además, la prensa de mi país dice que es como una gripe, y que la tasa de letalidad es muy baja”. También recuerdo la respuesta del portavoz del experimento, un japonés afincando desde hace años en Pekín: “En China nadie cree los comunicados del gobierno, seguro que es mucho más grave de lo que cuentan. Hoy he recibido un correo de la Universidad. Dicen que no vuelva porque nos van a confinar. Conviene protegerse. Esto es serio”.

Le comenté que al día siguiente quería visitar el paso de cebra de Shibuya. Insistió en que era muy arriesgado. Me reí otra vez. Pero él volvió a insistir: “Tokyo es una ciudad superpoblada, y ha habido personas contagiadas moviéndose libremente por la ciudad. El virus puede estar en cualquier parte. Conviene que no hagas desplazamientos innecesarios”.

“Y todo por una gripe”, pensé. Para tranquilizarlo, decidí hacer lo que en ese momento me pareció una insensatez: comprarme una mascarilla. Le pedí que me acompañara después de la cena. Cuál fue nuestra sorpresa cuando, tras recorrer todos los negocios de Wako (que no son pocos), no fuimos capaces de conseguirla. “No te preocupes, aprovisioné en Pekín antes de venir. Allí ya sabíamos lo que se venía. Te dejaré una, así podrás bajar más segura al centro. Aunque tal vez te quede un poco grande”.

Al día siguiente fui a Shibuya con la mascarilla que me prestó mi colega. Me pareció un evento tan exótico como los núcleos que investigo, y por eso me hice una foto para la posteridad. Es esta: 

 

 

En Shibuya pude comprar un paquete con tres mascarillas muy chics, de tela. No quería subir al avión de vuelta sin llevar una puesta. Todavía estaba resfriada y no quería ser responsable de incomodar durante trece horas a quien compartiera asiento conmigo.

Mes y medio después, España decretaba el Estado de Alarma y confinaba a una población aún incrédula ante la gravedad de la pandemia. Por mi parte, fui una de las pocas personas afortunadas que dispusieron de mascarilla -muy fashion, además- durante los primeros meses de negacionismo mascarillero.

La primera vez que salí durante el confinamiento, me puse una de mis adquisiciones de Japón para ir a la farmacia. Mientras esperaba a ser atendida, una mujer preguntó si vendían mascarillas. “No tenemos”. Le dijo la farmacéutica. “De todas formas, no te hace falta llevar una. No sirven para nada. Los expertos dicen que crean una falsa sensación de seguridad. Además, si nos llegaran, las enviaríamos directamente a los hospitales. Allí es donde hacen falta. Es muy egoísta por nuestra parte acapararlas cuando en los hospitales es donde realmente las necesitan”.

Miró por el rabillo del ojo mi mascarilla chic. No pude evitar tener un sentimiento de culpabilidad, ¿me estaba comportando como una ciudadana irresponsable? ¿Debería haberla donado a algún hospital en lugar de habérmela puesto yo?

La mujer pagó y se marchó convecida con las palabras de la farmacéutica.

Ya ha pasado casi un año desde aquellos primeros días de la pandemia. Pero aún hoy me pregunto cuál fue la reacción de aquella mujer cuando, unos meses después, el gobierno decretó el uso obligatorio de mascarillas para toda la población. También me pregunto cómo nos habría ido si, en los meses anteriores al confinamiento, la ciudadanía española hubiera prestado más atención a lo que sucedía en China, tal y como hizo Japón. Difícil de conseguir, teniendo en cuenta la tibieza de los medios en aquellos primeros momentos:

 



 

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