Las lágrimas de San Lorenzo

Perseidas. Alguna noche de verano de 1998.

Recuerdo aquellas noches de verano frescas, por no decir frías. Recuerdo cómo nos alejábamos del pueblo con ilusión. Abrían paso en la noche oscura los hombres -no fuera a haber algún desalmado en mitad de la nada-, les seguían las filas de mujeres, madres y abuelas, que se aventuraban a abandonar la puerta de casa en largas hileras, cubriendo de lado a lado la calzada de la derrotada carretera del pinar.

Los jóvenes -adolescentes por aquella época- nos escabullíamos hacia delante en la oscuridad, bloqueando el camino a ninguna parte. Una cabeza en el regazo, otra en la pierna derecha y otra en la izquierda. Así, formando un puzle viviente, quedábamos tendidos en la carretera a la altura de las básculas. Mirando al cielo, pensando en el siguiente deseo, repitiéndolo una y otra vez en el subconsciente; no fuera a ser que la próxima estrella pasase tan rápido que no nos diera tiempo a susurrarlo.

Se acercaban las hileras de mujeres por la carretera. Nos levantábamos ansiosos pensando en el siguiente deseo; no fuera a ser que la oportunidad de susurrarlo se perdiera con una estrella atravesando el cielo en ese momento. Pasaban las mujeres mirando hacia arriba, agarradas unas a otras para no caerse, por la carretera abandonada.

Volvíamos a tumbarnos en la oscuridad. De nuevo, mi cabeza sobre una pierna, una cabeza en mi regazo, otra en el hombro. Y en las dos piernas. Mirábamos al cielo y pensábamos el siguiente deseo. Y así, en buena compañía, intentábamos secarle las lágrimas a San Lorenzo.

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