Me llaman el "primero". Soy un protón.

Soy un protón, uno de tantos que moran por este mundo. Me acuñaron este nombre por su significado griego, primero, hace no mucho tiempo, apenas poco más de un centenar de años, cuando los seres humanos pensaron que una partícula tan corriente como yo podía ser el componente fundamental de la materia. 

 

Estructura interna de un protón. Fuente: Wikipedia.


Y sí, corriente soy, pero mi historia es poco común. Hoy vivo en el interior del planeta Tierra, comparto hogar con otros 25 protones y 28 neutrones en un acogedor núcleo de hierro, de esos que las personas expertas en física nuclear llaman “semimágico”. Por razones que se me escapan, no somos de los hierros más abundantes, tenemos otros colegas que prefieren admitir un par más de neutrones, ¡caprichos de la naturaleza! 


Lo de que mi actual hogar es acogedor lo digo porque no siempre tuve una vida tan tranquila y cómoda como ahora. Os voy a contar mi historia, parecéis gente de confianza.


Todo comenzó hace 13.600 millones de años, exactamente una millonésima de segundo tras la explosión del Big Bang, cuando el universo se enfrió lo suficiente como para dejar de ser un plasma de partículas cuánticas llamadas quarks y leptones. Hasta ese instante, el universo era tan minúsculo y la temperatura tan elevada que era imposible unir las piezas entre sí, estaban en continua interacción. Pero la expansión del universo dio lugar a su enfriamiento, y con él, los quarks dejaron de ser partículas libres y se confinaron formando los primeros fermiones, entre los que nací yo. 


Así que, como podéis deducir, de partícula fundamental tengo bien poco. No negaré que me halaga el hecho de que durante un tiempo me dieran mucha importancia… En ese sentido me parezco mucho a los seres humanos, qué le vamos a hacer. Al fin y al cabo también formo parte de ellos, ¡y de todo el universo! ¿Sabías que los protones representamos el 75% de la materia visible? Pero no somos las piezas básicas de este puzle, estamos formados por tres quarks, dos up y uno down, gracias a los que tenemos una de las estructuras más estables de todas las partículas que existen.


Unos pocos segundos después del nacimiento del universo ya estaba rodeado de muchos otros protones, neutrones, neutrinos y fotones, y fue entonces cuando me uní, sin apenas darme cuenta, a otro protón y dos neutrones más. ¡Menudo cuarteto formamos por aquella época! ¡Ni te imaginas lo unidos que estábamos! Nos pasábamos el día de acá para allá dando vueltas por el universo. Éramos esa clase de amigos adolescentes inseparables, los unos junto a los otros en las duras y en las maduras. Todavía hoy aproximadamente un 25% de la materia se agrupa en estos curiosos cuartetos de colegas inseparables. Solo que, desde hace poco, a los seres humanos les ha dado por llamarlos partícula alfa, o aún más incomprensible, helio. Aunque ya me he acostumbrado a él, aún me pregunto por qué ese nombre, ¡si Helios nació unos 9.000 millones de años después de que nos juntáramos los primeros cuartetos de protones y neutrones! 


Bueno, prosigo con mi historia. Algunos nos organizamos en pandillas de cuatro, otros eran solo tres, aunque la mayoría de los protones preferían seguir su camino en solitario. Eso sí, lo que aún no hacíamos los fermiones era juntarnos con unos tipos llamados electrones –¡Ni por asomo!–. Eran del grupo de los leptones, otra especie mucho menos pesada y además con carga negativa. Se creían mucho mejores que nosotros. La verdad es que teníamos tiranteces a cuenta de los fotones, que iban de pobrecillos porque no tenían masa, pero les encantaba meter gresca: que si los electrones dicen que pesáis mucho, nos decían a nosotros; que si los fermiones piensan que sois una influencia negativa, les decían a ellos...  


La cuestión es que pasamos mucho tiempo así, entre 50.000 y 380.000 años, hasta que los electrones bajaron los humos y nos dejaron formar parte de su grupo –o tal vez fue al revés, ahora no recuerdo bien, ¡hace tanto tiempo!-. 


Lo que sí recuerdo es el nombre que le pusimos a ese momento tan glorioso de nuestra historia: la recombinación. No se me olvida porque fue particularmente importante, cuando nos unimos formamos los primeros átomos. ¡Yo ya era oficialmente parte de uno! Nos pusimos de nombre tetraón, aunque ahora todo el mundo nos llamaría helio.

 

 

Imagen de la radiación de fondo de microondas, la luz más antigua del universo. Fuente: ESA.

 

Pasé cientos de millones de años en el tetraón, vagando por el universo, hasta que dimos con un cúmulo de materia. Pasamos otro tanto… ¿cómo era la expresión? ¡Ah, sí!, juntos pero no revueltos. No fuimos los únicos que nos acoplamos al cúmulo, de hecho no paraba de unirse más materia… hasta que lo abarrotamos tanto que acabamos colapsando los unos sobre los otros.  


Tengo muy pocos recuerdos de lo que sucedió entonces. Los que no perdieron el conocimiento dicen que fue uno de los momentos más convulsos que cualquier partícula pueda vivir. Ni un terremoto, un tsunami o una inundación terrestres son comparables a tanto caos y agitación. Otros compañeros me contaron que lo que nos había pasado se llamaba “colapso gravitatorio”: nos contrajimos hasta alcanzar tal temperatura y presión que comenzamos a reaccionar, fusionándonos los unos con los otros en lo que se conoce como equilibrio hidrostático. Fue entonces cuando recuperé el conocimiento: ¡Ahora formaba parte del núcleo de una estrella! La densidad y la temperatura allí eran tan altas que no parábamos de chocar con otros protones y núcleos más ligeros; tuvimos mucha agitación hasta que quedaron tan pocos protones libres que las colisiones cesaron. Entonces, ¡puf! Otro colapso, seguido de nuevo de otra expansión en las capas más exteriores de la estrella. Nos acabábamos de convertir en una gigante roja. Pero yo, atrapado en el núcleo de la estrella con el resto de mi tetraón, no paraba de sentir más presión y más calor. Tal fue la compresión del núcleo que comenzamos a reaccionar con otros núcleos de helio. La primera reacción que sufrimos se conoce como triple alfa: primero nos unimos a otro núcleo de helio para formar Be-8, y luego a otra partícula alfa para formar C-12. 


¿Sabíais que acabé siendo parte de un núcleo de hierro gracias a la existencia del estado de Hoyle? Se trata de un estado excitado del C-12 cuya existencia fue predicha por un astrónomo bastante controvertido, Fred Hoyle, mucho antes de que los seres humanos lo descubrieran. Este estado es tan particular, que si no existiera no se habrían formado jamás elementos más pesados que el carbono: nuestro núcleo se habría vuelto a descomponer en helio y berilio. Pero no fue así, y mis amigos y yo continuamos reaccionando en el interior de la estrella. Por aquella época formamos parte de muchísimos núcleos: O-16, Ne-20, Na-23, Mg-23, Mg-24, Si-28, S-31. Aquella fase fue como una noche de locura en la que no paras de cambiar de pareja de baile, corta pero intensa. Y, como cualquier noche de locura, acabamos uniéndonos a siete u ocho partículas alfa más, hasta que acabé donde estoy ahora, en un núcleo de Fe-54. Los diferentes núcleos en los que viví sufrieron unas cuantas fotodesintegraciones y desintegraciones beta hasta llegar al hierro. Pero la estabilidad que tengo ahora, no la cambio por nada, de verdad. 

 

 

Remanente de la supernove de Kepler. Fuente: Wikipedia.


Casi se me olvida comentarlo, pudimos unirnos en un núcleo de Fe-54 porque la estrella en la que colapsamos era muy pesada, tenía más de diez veces la masa del Sol. De hecho, era tan pesada que acabó explotando en el proceso más cataclísmico que he vivido jamás: una supernova. Por suerte, la estrella no tenía la suficiente masa como para engullirnos a todos en un agujero negro. 


Mi núcleo de Fe-54 fue muy afortunado, en esa explosión salimos despedidos hacia el espacio exterior sin sufrir daños mayores. Y volvimos a empezar. Quiero decir, hasta que llegué aquí, al interior de la Tierra, aún tuvimos que pasar por un segundo proceso como el que acabo de relatar: nos unimos de nuevo a una nube de gas, que acabó colapsando en una estrella muy grande, que volvió a explotar. Tuve de nuevo mucha suerte porque mis 53 compañeros y yo salimos ilesos de todos esos eventos. Probablemente nuestra experiencia anterior nos ayudó a sobrevivir unidos en los medios tan agresivos que subsiguieron. 


Veo que me estoy extendiendo mucho. Tranquilidad, ya casi estoy llegando al final de la historia. Tras la segunda supernova, pasamos a formar parte de una gran nube molecular que acabó colapsando gravitatoriamente hace unos 4.600 millones de años. ¡Por fin se había formado Helios, nuestro Sol! Pero esta vez no caímos dentro de la estrella, nos quedamos orbitando en un disco aplanado que terminó formando el Sistema Solar. Nosotros nos mantuvimos entre la materia más cercana al astro, y colapsamos junto a otras partículas en el planeta Tierra. Y aquí sigo, tan a gustito, cuatro eones después. 


¿Qué me depara el futuro? A estas alturas de mi existencia, ni me lo planteo. Dudo que este universo me deje tranquilo durante mucho tiempo. Pero por el momento… ¡Aquí me quedo!.

 

 

Planeta Tierra visto desde el espacio exterior. Fuente: Wikipedia.

 


Si quieres saber más…


La nucleosíntesis. El origen de los elementos químicos. Sergio Pastor Carpi. Ed. RBA. 2017.


El origen de los elementos. Podcast A Ciencia Cierta [07/09/2020].

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